Te encontré en un laberinto, en un lugar
desconocido e incierto, buscando la salida, nos miramos y corrí. Cuantas ganas
de sentirte cerca tenía, pero simplemente corrí. Me atrapaste, incluso mucho
antes de agarrarme la cintura y besarme. Lo hiciste con ansias, con dulzura y
supe que ya no podía seguir corriendo, simplemente no podía huir de tus manos,
de tus labios, de tus ojos, no quería alejarme y cuando lo hicimos fue sólo
para agarrarnos de las manos y no soltarnos más. Que increíble fue sentirte,
tocarte, improvisar, fluir, dejar el miedo y vivir con ganas. La música se
escuchaba lejos y yo no podía ver a nadie más que no fueras vos, no dejaste de
sonreír y tu mirada nunca más salió de la mía.
Pasaron las horas y seguiste besándome, me
gastaste los labios, me acalambraste el cuello, me provocaste más sonrisas de
las que alguien me había generado en mucho tiempo. Bailamos y caminamos por
horas, sin un destino específico, disfrutando de la cercanía, de la calidez del
momento, de las risas, las conversaciones largas y los besos robados en cada
semáforo en rojo. Te confesé que quería esto desde hace mucho tiempo y me
dijiste que merecía recibir mucho amor porque era exactamente lo que yo
trasmitía y que irónico que en ese momento estaba recibiendo exactamente eso,
sintiendo tus brazos alrededor de mi cuerpo, cubriéndome por completo,
cubriéndome el alma, deseándome. Y las horas siguieron pasando y yo no entendía
cómo era posible tener tanta conexión con alguien, me miraste como si fuera lo
más brillante que habías visto y me entregué completamente. Probé el sabor de
tu piel, quisimos más y fue muy fácil entender que no iba a poder despegarme de
vos. No creo que puedas imaginarte cuantas veces quise esto, cuantas veces me
soñé siendo tuya y haberlo cumplido fue exactamente lo que tenía que ser. Que
bendito el caos que me hizo llegar hasta vos, que benditas las fuerzas que te
impulsaron a acercarte a mí, que sublime cada detalle de nuestro encuentro y
que puras las intenciones de hacernos bien.